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Si no lo digo... ¡Reviento!


“Hay que estar pendiente de esos inmigrantes. Cuando vienen en grupo, si uno se descuida, le roban la mercancía” – comentaba la dueña de un puesto en un pulguero de Lecanto, Fl. A lo que la dueña del puesto contiguo, respondía: -“Tienes razón. Yo he tenido la misma experiencia con ellos.” Mi esposa y yo no pudimos evitar escuchar el ácido comentario, ni sentir vergüenza ajena por el mismo. Sobre todo, cuando salta a la vista nuestra pinta latina.

Le pido indulgencias a la Prof. Inés Quiles, pero, si no lo digo, el que va a reventar soy yo. Voy a ser honesto y consecuente con el orden de mis pensamientos de allá para acá. Lo primero que pensé fue “la verdad es que la fiebre no está en la sábana”. Salimos de nuestros países y nos traemos nuestras buenas y malas costumbres con nosotros. Ni el sitio ni el estatus hacen una gran diferencia en lo que somos. Qué equivocados están los puertorriqueños que piensan que la estadidad o la independencia lo va a cambiar todo como por arte de magia. Y los demás hermanos latinoamericanos que piensan que tan pronto crucen las fronteras de este país han logrado conquistar el “sueño americano”.

Luego, tuve el periódico del condado en mis manos ( Citrus County Chronicle), y en la sección Fort the Record encuentro todo un catálogo de delitos cometidos en estos pueblitos del condado, que son lo más cercano y parecido al Paraíso. Aparecen los robos, asaltos, conductores ebrios, violencia doméstica, delitos sexuales, crueldad contra los animales, etc.. ¡Sorpresa! No aparece ni un sólo nombre de un hispano. Todos son anglos. Entonces, reflexiono: “pero es que los norteamericanos hacen las mismas cosas que los nuestros”. Me reafirmo en que “la fiebre no está en la sábana”.

En la tarde escucho a una persona por la radio, diciendo que ni el Departamento de Justicia, ni sus fiscales, están libres de corrupción y malos manejos. Su explicación fue: “Donde haya seres humanos todo esto es posible” (sin saberlo estaba emitiendo la doctrina de la Depravación Total o Radical, como dirían otros). Es decir, que no todos los seres humanos somos tan malos como podemos ser, pero que no hay una sola área de nuestro ser y quehacer, que no haya sido afectado por el pecado. Y esta es la explicación bíblica a la maldad de nuestro mundo. No es el ambiente, necesariamente. En el último análisis, no son las condiciones políticas, sociales, educativas y económicas. Es la maldad inherente del ser humano. Cristo dijo bien claro, que lo que contamina al hombre no es lo que entra por su boca, sino lo que sale de su corazón. Porque el corazón del ser humano es como una Guía de Pecadores, para etiquetarlo con el título del libro de Eduardo Gudiño Kieffer.

Por la noche, en esas interminables hora de insomnio pobladas de recuerdo, volví a finales de los 60’s cuando el pastor y evangelista Osvaldo Mottesi, hermano de Alberto, tuvo el arrojo de presentarse en la Universidad de Guayaquil, y decirle frente a frente en una conferencia a la plana mayor de la universidad y al estudiantado que –“la revolución verdadera y necesaria es la que hace Cristo en el corazón del ser humano. Porque si Cristo cambia el corazón del hombre, entonces, los hombres cambiarían todos los órdenes de la vida humana, porque el hombre es el que produce los sistemas sociales.”

Finalmente, me convenzo cada día más, de la importancia que tiene la Ley de Dios para todos. Sirvió y debe servir para mostrarnos lo que es bueno y lo que es malo, según el Rey Soberano, que ha dicho que suya es la tierra y su plenitud, el mundo y los que en él habitan. Y que como dijo un teólogo, “no ha cedido ni un céntimo de sus derechos” como Creador, Dueño y Sustentador de todas las cosas. Y la ley suya debe reflejarse en gobiernos que conforme a ella alienten hacer el bien, y desalienten contundentemente hacer el mal. Aunque no todo israelita era convertido, la Ley de Dios les servía como muro recio de contención a sus malvados corazones. Todo israelita sabía que su pecado no quedaría impune ante Dios, ni ante su pueblo.

En otras palabras, las leyes y los gobiernos blandengues, como los que se han puesto de moda, no pueden ser parte de la solución, sino parte esencial del problema. Por otra parte, como diría el Dr. Jay E. Adams, podemos cerrar por un año los cuerpos legislativos, y no notaremos ninguna diferencia. Porque el problema no está en hacer más leyes sino en hacer cumplir las que tenemos.

Necesitamos un cambio radical en nuestros corazones, que sólo Dios lo puede hacer. Y un cambio tal en el magistrado civil, que comience a actuar como un ministro de Dios a Su servicio, y no como un esclavo de los pecadores para ganar las próximas elecciones.

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